28 mayo 2010

Mendoza y San Martín

Usted se preguntará qué tiene de extraño este conjunto diverso y cambiante de seres, este “caleidoscopio humano” que hospeda la esquina de Mendoza y San Martín, uno de los rincones más sofocantes y grises del centro rosarino. Bueno, hospeda a una especie de humanos extrañísima y a la vez se crean las situaciones más estresantes del urbanismo que este escritor vivió.
Uno que vive, duerme, almuerza y lee a menos de cinco metros del pavimento de la calle Mendoza en un departamento heredado, que nunca compraría o alquilaría siquiera, el cual contiene escasas salidas de emergencia urbana y, que, abriendo la puerta de entrada y con un ventilador apuntando hacia fuera convirtiéndose en una especie de extractor, ofrece la única circulación de aire posible en un primer piso donde por las ventanas se filtran más los menesteres ciudadanos que el aire, hay momentos del día en los cuales se hace imposible mantener la paciencia.
Las líneas de colectivos, que como todos sabemos están exentas de todo tipo de subsidios, interrumpen con más ruido, la ruidosa tranquilidad lograda por unos segundos. El sonido de los frenos cansados son insoportables, los motores que más se preocupan por no contaminar el medio ambiente que por respetar los oídos ajenos son otra de las causas por las cuales cualquier ser humano común interrumpe su siesta. Existen, entre los servicios públicos de pasajeros, dos casos extremos pero que coinciden en algo. El chofer del 102 no entiende que a pocos metros de su andar hay gente que pretende hacer de su vida una cosa digna. No entiende esto y acelera su vehículo impúdicamente.
Mientras tanto la K, que inocente de toda molestia ruidosa de motores, también atenta contra la vida del vecino de Mendoza y San Martín. Se sabe que el antiguo trolebús es eléctrico, carece de motores desmejorados, pero tiene una peculiaridad: el tendido de cables eléctricos que dan energía a este silencioso ser, está ubicado a dos metros del balcón de mi heredado departamento. No habría problema alguno si no fuese por las explosiones que por la mismísima gracia del maldito destino sólo se producen a la altura de mi casa.
Lomo de burro
Volviendo a las estrepitosas aceleradas del 102, cabe destacar que algún inconciente de Obras Públicas de la Municipalidad de Rosario decidió ubicar justo sobre Mendoza a metros de la llegada a la calle San Martín, un prominente “Lomo de burro”, esto hace que los chóferes deban disminuir su marcha, tomar las precauciones debidas para que ninguna señora que viaje parada sea víctima del sacudón producto del desnivel y una vez estabilizada la marcha, acelerar justo a la altura de mi casa, ubicada justo al inicio de la calle Mendoza luego de San Martín.
El acecho de este lomo de burro no termina acá. Parece que los sistemas de GNC tiene algún defecto y que cuando algún vehículo padece un salto brusco, algo se altera en sus entrañas y una explosión dice presente, cabe destacar y recordar que esas explosiones también se dan a la salida del lomo de burro, es decir justo a la altura de mi casa.
Protestas y marchas
Si usted creyó que las molestias se reducen a seres inanimados como los transportes públicos o a los taxistas que no arreglan sus equipos de GNC, también está presente, en Mendoza y San Martín, el factor humano. La Secretaria de Trabajo de la Provincia de Santa Fe está ubicada unos 27 metros de mi ventana al mundo. Reconociendo las crisis que afectan a los sectores más humildes, una o dos veces por semana un malón de desprotegidos invade la esquina, corta la calle y los bocinazos tiene sus 38 minutos de fama.
Para aquellos que no conozcan la zona, la calle San Martín finaliza parte de su vida justo en Mendoza, lugar en el cual se transforma en calle peatonal. Es por esto que confluyen en esta esquina los autos de ambas calles, si poco lío se arma en las horas pico entre los conductores que avanzan por Mendoza y los que se quieren colar por San Martín, imaginen qué sucede cuando a alguien se le ocurre cortar este embudo infernal.
Y comienzan los gritos, los insultos, entre ambos sectores. Los muchachos de los barrios lejanos que, con ayuda de algún instrumento intimidante, pretenden establecer su control sobre la zona y los automovilistas que sueñan con llegar a sus casas de Barrio Martin. Así se desarrolla el comienzo de una protesta que durará, en el mejor de los casos, unas 4 horas si es que a ninguno de los organizadores se le ocurre acampar durante dos semanas como en otras oportunidades, justo frente a mi casa. Pero esa ya es otro historia.
Varieté
El caos vehicular provoca que ya no exista respeto por el peatón. Como finaliza o comienza la peatonal San Martín justo frente a mi casa y como se congregan autos de todos los sectores también frente a mi casa, se da la lucha por el territorio. Los peatones que no respetan la senda peatonal y los conductores que pretenden que si la respeten producen las más diversas discusiones. No dejan de ser molestas, pero por lo menos entretienen un rato al que ya esté acostumbrado.
Los personajes que deambulan por esta esquina son merecedores de una nota cada uno. El estrepitoso cieguito (será llamado cieguito sólo para creer que le tengo un poco de estima) comienza cu participación en este circo urbano a eso de las 6.45 de la mañana. Ya desde unos cien metros a la redonda se escucha el golpeteo de su fierro orientador (es un fierro, no un cañito blanco de esos que tiene la mayoría de los ciegos, es un fiero hecho y derecho). Se ubica justo al comienzo de la peatonal San Martín, a unos 22 metros de mi casa y sentado en canasta, pide alguna ayuda. Si la vida no lo dotó con la vista, sí le ha entregado una generosa voz. Ininterrumpidamente (de no creer), durante 4 o 5 horas pronuncia las siguientes palabras: “Una colaboración por favor, una ayuda para un no vidente, una colaboración por favor, una ayuda para un no vidente, una colaboración por favor, una ayuda para un no vidente, una colaboración por favor, una ayuda para un no vidente, una colaboración por favor…” si a usted esto le ha sido insoportable de sólo leerlo, imagínese escucharlo desde las 6.45 hasta el mediodía, todos los días.
Es decir que, en este momento, mientras soporto el alarido del cieguito, las explosiones de los desvencijados taxis, los frenos y el motor del 102, el zumbido y los estallidos eléctricos de la K, el griterío entre los peatones y los conductores y el reguetón que brota de los autos manejados por adolescentes que esperan que su madre haga las compras en el Bazar Ardel (también ubicado justo frente a mi casa). Mientras trato de entender por qué ubicaron ese lomo de burro justo a pocos metros de mi casa y soporto las inclemencias de alguna protesta con sus bombos incluidos, escribo estas líneas.
El calor que me olvidé nombrar pero que es obvio en este reducto poco ventilado de esta húmeda y calurosa ciudad, o el frío que por suerte no entra a mi casa pero que atrae a un vendedor de garrapiñadas que grita: “Garrapiñada, recién elaborada la garrapiñada, calentita la garrapiñada”, con una frecuencia casi exacta de unos 2 minutos o quizá menos. El vendedor de garrapiñas se ubica, a partir de las 18.30 entre la puerta de una venta de colchones y el sector del cieguito, que para esa hora ya no está; por suerte. No hago promoción de sus garrapiñadas, sino más bien ofrezco información precisa por si algún lector se sensibiliza conmigo y deja de comprarle garrapiñadas a este señor y logra que sin utilizar la fuerza se vaya del barrio, o, utiliza la fuerza y hace que se vaya del barrio.
Escribo estas líneas con deseos de tirarme por mi balcón pero reprimido porque uno sabe que la distancia entre el primer piso y la calle es escasa para quedarse bien muerto, y además porque la calle Mendoza no se merece que mi vida termine en ella, aunque de a poco la va trastornando.

Vivido varios meses atrás, escritos varios meses menos atrás y publico recién hoy...
La melancolía de los sufrimientos que ya no están. Daría mucho por tenerlos otra vez.

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