06 julio 2009

Los perros chilenos

Una vez comí perro frito. Cierto relato de Martín Caparrós sobre su frustrado deseo de comer perro en China, me recordó que corrí con la misma suerte que él al pedir perro en un restorán. Claro que no fue en Argentina, aquí los perros no son esos animales que ladran. Fue en Chile en 2000, en Santiago de Chile lugar donde para comer en los restoranes ofrecen perro frito.

Una calle peatonal, cuyo nombre no recuerdo y nunca supe, ofrece una buena cantidad de restoranes en unos locales ubicados como galerías a un piso de altura. Son galerías con techos de lona en las cuales los mozos, o unos señores que se paran en las puertas, invitan a comer en su boliche.

Se camina por una callejuela que, de un costado y metros más abajo ofrece como vista a esta peatonal que no recuerdo y por el otro estos señores que, insoportablemente, invitan a comer. El procedimiento es sencillo y como dije, molesto. Los mozos se paran casi delante del paso y con una mano ocupada por carta señalan la puerta de su comedor. Con el otro brazo interrumpen nuestro paso. No dejamos de escuchar al primer mozo que el segundo, de otro boliche, ya está encima de nosotros de la misma insoportable manera invitándonos a comer.

Harto uno de tanta invitación sede a la tentación de salir rajando. Pero comienzo a preguntarme si no será que estoy frente a un acto gastronómico de características tradicionales. ¿Será esta clase de invitación parte de un proceso gourmet digno de aprovechar? Frente a mi estaba la posibilidad única de intrometerme en la cultura gastronómica chilena. Día digno de recordar en reuniones familiares. Sin embargo no me agradan para nada los colores con que adornar los restoranes, los carteles de las promociones son horribles y las mesas están servidas con muy poca delicadeza.

Todo feo. Pero algo raro sucedió, uno de estos mozos invitadores y molestos no era tan molesto ni tan invitador. Sólo me ofreció su plato del día, sin cruzarse ni insistirme demasiado. Era un hombre mayor, casi calvo y un poco gordo. Será porque estaba cansando de trabajar en ese lugar o porque con los años aprendió que a los posibles clientes no hay que molestarlos tanto ni atacar su intimidad como lo hacían los anteriores. Algo de turista se notaba en mí, probablemente por estar en ese lugar. Los ciudadanos chilenos, salvo algunas excepciones, no deambulan por esos centros alimenticios ni ponen cara de “a ver qué como”. Aquellos que conocen los lugares se sientan y listo. El turista mira, analiza, se hace el que elige y se sienta justo en el lugar que menos miró, escasamente analizó y, luego de estar ubicado dispuesto a pedir la carta, nunca elegiría.

Por lo tanto este mozo me vio cara de extranjero y me invitó a comer perro frito. Por supuesto, acepté. Entiendo que mi pedido, “perro frito”, responde más a una actitud payasesca que a una decisión seria y madura. Pero estaba en Chile, solo y con dinero de sobra como para comer en otro lugar ya que estaba dispuesto a dejar en el plato cualquier cosa que tenga una consistencia parecida a lo que imagino es la carne de perro. Ni idea tenía de lo que podría llegar a ser “perro frito”.

Mientras espero mi perro miro una estatua viviente horriblemente poco profesional. Las estatuas no se rascan, ésta si. El mozo llega con una bandeja y una ollita con tapa. El primer pensamiento que se me cruzó respondía al tiempo. Cuánto se tarda en Chile para freir un perro. El segundo, en las ollas vienen cosas hervidas, las cosas fritas no vienen en ollas. Algo andaba mal. O el perro era hervido cosa aún más horrible y asquerosa o lo que yo imaginaba que era perro no lo era y lo que imaginaba que era frito es hervido.

La presencia de tenedores, cuchillos y cucharas en la mesa me despistaba. La ausencia de cualquiera de estos utensilios me hubiese dado alguna pista. Le pido al mozo que me cobre antes de que se marche, no gustaría que, cuando supuestamente hubiese terminado de comer y se acerque para traerme la cuenta, me pregunte por qué no comí un solo pedazo de su perro frito.

Destapo la olla y en ese momento sentí un alivio parecido al que sintió Caparrós cuando la camarera volvió con la noticia de que perros se habían terminado. El famoso perro frito era una sopa con trozos cuadrados de panes que flotaban. Una sopa común de verduras con panes comunes de harina.

Me comí los panes, me tomé la Coca Cola y me fui dejando la sopa en su lugar. La sopa, por aquellos años, no me gustaba para nada. Hubiese preferido que me traigan un perro frito.